sábado, 8 de agosto de 2009

Viernes, 31 de julio de 2.009



El paraíso deviene en infierno y la belleza de la parte más noroccidental del país se conviete en una pesadilla de grava, piedras afiladas y arena que hacen totalmente imposible la circulación fluída. Hay que estar al 200% pendiente de la carretera puesto que es muy fácil caerse. Allá dónde hay pistas, las roderas que dejan los camiones dejan el suelo como interminables patatas onduladas que te descoyuntan todos los huesos, sacándote los hombros de sitio, y hay que agarrarse muy fuerte del timón desplazando todo el peso del cuerpo a la parte delantera de la moto, dejando que la trasera culee de derecha a izquierda como quiera. Le cojo el tranquillo y llego a poner la moto a 80 km/h en algún tramo aunque la velocidad media es de 40 km/h, para que veais la dificultad. Así no se avanza.

Primer tortazo importante. En una pista de las de confianza voy alegremente a 80 km/h, está encajonada entre dos arcenes que la superan en altura por unos 50 cms, y entro en una rodera que me lleva fuera de la carretera. El suelo es de grava así que si freno me voy al suelo con lo que para volver a dominar la moto doy gas y la moto sube por mi arcén derecho, pierdo el control de la rueda delantera y caigo al suelo saltando por encima de la moto y golpeándome el homóplato derecho, quedando de cara al sol. La moto no sufre ningún daño gracias entre otras cosas a las maletas metálicas y a los puños que pusimos a última hora. Veo que todo va bien, me levanto y sigo, ¡vaya hostia! Era sólo cuestión de tiempo caer. Esta vez reduzco la velocidad. Lección aprendida.
Nos va a caer la noche en el camino y desde un jer nos hacen señales para que nos acerquemos. Es una familia kazaja que nos acoje en su casa y nos invitan a cenar y a dormir en su tienda. Una experiencia alucinante. Hacemos las presentaciones durante la merienda y les regalamos de todo de lo que llevamos encima: ropa, medicamentos y alegría. El jerarca es un señor de mayor de 72 años que vive con sus hijos y sus nietos, 200 cabras, 10 yaks y varios perros pastores. Son una familia muy humilde y ávida de conocer cosas. Repiten lo que decimos en castellano y se lo aprenden en nada (al dia siguiente les pasaremos examen y recordarán todas las palabras aprendidas la noche anterior) se nota que tienen la mente muy fresca y como que no reciben tantos inputs como nosotros, tienen mucha más facilidad que nosotros para recordar. Tras la merienda de quesos durísimos como piedras y té con leche de yak nos enseña sus rebaños mientras las mujeres preparan la cena. Jose dice que la tienda por dentro huele muy bien y lo que acaba oliendo bien son las boñigas de los animales que usan como combustible para cocinar, ja, ja, ja.
Ya a la hora de cenar las mujeres en un lado de la tienda y los hombres en el otro. De la olla hirviendo adivina que es lo que sacan para comer: UNA PUTA CABEZA DE CABRA. ¡La madre que los parió! Miro alrededor por si hay una cámara oculta y me están haciendo una broma. Digo que esto no puede estar sucediendo. Pero sí. Es real. Con un cuchillo afilado empiezan a descarnar la cabeza y echando los pedazos en un gran plato de donde comeremos todos a la vez con las manos. Añaden unas tripas también para acabar de completar el menú. Superando el asco incial y sin mirar demasiado empiezo a engullir para no hacer ningún feo y reconozco que el sabor no era nada malo. Ya lo máximo fue ver como el viejo metía el dedo por entre las cervicales del cráneo de la cabra para sacarle los sesos y comérselos con los dedos.
Noche cerrada y quiero salir del jer a orinar. Me detienen en la puerta puesto que hay que agarrar al perro que guarda el exterior de la puerta. Es un perro entrenado para enfrentarse a los Chewacca que moran los alrededores. Chewaccas, ¡lobos!. Dice el señor que las montañas mongolas están infestadas de ellos y que van siguiendo a los rebaños con la esperanza de que una oveja o una cabra se pierda para dar buena cuenta de ella. Y nosotros queríamos acampar tranquilamente en las montañas, ja, ja, ja. Si es que no hay miedo, no hay miedo. Fíjaos como son las cosas que a medida que se va el sol los animales vuelven por si solos la seguridad que dan las tiendas de los humanos. No hay que salir a buscarlos, controlar un poco por encima y listo. Los yaks resoplan adormilados yacidos tranquilamente en el suelo. La noche es negra y fría. Me tomo un voltarén para el dolor de espalda y duermo como un bebé al calor de la chimenea de boñigas de yak.
Esta es una experiencia alucinate, no buscada, que quedará para siempre grabada en mi corazón.
:)

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